Los abuelos eran una verdadera institución en todas las familias. De hecho, y puesto que se creía que la edad y experiencia eran un grado, la sociedad tenía a las personas de edad como las garantes de la moral y las buenas costumbres y se recurría a ellas para dirimir disputas y solucionar conflictos. Era costumbre que las familias vivieran juntas en la misma casa, por lo que abuelos y nietos podían desarrollar una relación tan íntima y afectuosa como la que tenían con sus padres. En cuanto a los hijos, sabían que tenían que ocuparse de sus padres cuando llegaban a la ancianidad y cumplían esta obligación con amor y eficiencia.
Como sucede todavía hoy, los abuelos llevaban a sus nietos de paseo, les leían cuentos, les ayudaban con sus tareas domésticas y escolares y procuraban, en caso de choque con los padres, que las cosas no pasaran a mayores. Pero no les mimaban; por el contrario, en caso de mal comportamiento podían mostrarse extraordinariamente duros, pues creían firmemente en el valor pedagógico de la disciplina, en la que por lo demás, ellos mismos se habían educado.
DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN
El ámbito que las mujeres del siglo XIX podían dominar con su presencia era muy reducido, pues se limitaba a los asuntos domésticos, a las decisiones acerca del matrimonio de sus hijas y al cuidado de las personas mayores. Sabían que nacer mujer en la época victoriana era ser un individuo en desventaja, de modo que la conciencia de estas limitaciones creaba grandes complicidades entre las mujeres de la misma familia. Las consignas y ayudas necesarias para superar los obstáculos cotidianos se transmitían de generación en generación al mismo tiempo que las instrucciones para hacer, por ejemplo, un asado, o para llevar una casa o tratar al servicio. Madres, hijas y nietas compartían tristezas y alegrías, iban juntas a la modista, organizaban las fiestas familiares básicas, como bautizos y bodas y velaban en armonía a sus difuntos.
UN FAMOSO ABUELO
En la literatura de la era victoriana hay un famoso abuelo, lord Fauntleroy, paradigma tanto del personaje como del momento histórico: es uno de los protagonistas de El pequeño lord Fauntleroy, la novela de Frances Hodgson Burnett. En 1880, en Brooklyn, Nueva York, vive un niño, Cedric o Ceddie, huérfano de un lord inglés que contrajo matrimonio por amor con una joven norteamericana. Al morir el padre, el abuelo del niño, lord Fauntleroy, le envía a buscar para que viva con él en Inglaterra, pues quiere educar por sí mismo a su heredero. Pero la madre no puede acompañar a su hijo, pues el anciano, un victoriano duro
de carácter y aferrado a los prejuicios sociales, nunca aceptó el matrimonio de su hijo con una americana. La madre se resigna a la situación para asegurar la herencia de su hijo. El pequeño lord Fauntleroy, sin embargo, nada sabe de egoísmos; es un chico amable y cortés que con su generoso carácter y bondad se ganará poco a poco el afecto del abuelo, que al fin permite que madre e hijo se reúnan bajo su techo.
CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
- EL BONETE: este tipo de sombrerito que se llevaba en la coronilla y del que colgaban cintas y lazos, era el preferido por las señoras mayores desde que la reina Victoria lo puso de moda. Los más lujosos se confeccionaban con encajes.
- LA CORBATA DE PLASTRÓN: a los caballeros les encantaba este tipo de corbata de seda, que se sujetaba con un alfiler de oro rematado con una perla o una perla preciosa.
- COLORES OSCUROS: al hacerse mayores, tanto las damas como los caballeros optaban por los colores oscuros para sus atuendos, pues se consideraban los más discretos y adecuados.
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