Establecida como estaba la repetición de modelos educativos y la distribución de roles entre hombres y mujeres, la educación victoriana permaneció durante muchos años relegada al seno de las familias, sin que el Estado la reconociera como competencia suya. Así, entre las clases profesionales de aquella época adquirieron gran importancia los preceptores y las institutrices, quienes a pesar de que eran los padres los responsables de las pautas educativas de sus hijos, se encargaban de impartir a los niños los conocimientos académicos necesarios.
El de institutriz era uno de los pocos oficios a los que podía aspirar una muchacha victoriana que se viera en la precisión de ganarse la vida. Entonces, el trabajo femenino estaba socialmente muy mal visto, por lo que algunas jóvenes se encontraban en verdadera necesidad cuando, por ejemplo, quedaban huérfanas y sin recursos. Teniendo en cuenta que la época vedaba a las mujeres la educación, la formación de una institutriz era rigurosamente autodidacta, lo que significaba que no todas las jóvenes estaban en disposición de ejercer este oficio; la mayor parte procedía de familias de clase media cuyos padres se encuadraban en las llamadas profesiones liberales, como la enseñanza. Sin embargo, con el tiempo se profesionalizaron, de manera que empezaron a considerar su actividad como un trabajo, y no como una etapa más en su vida, es decir, como algo digno de ser valorado como se merecía.
En general, en las grandes casas victorianas los niños disponían de un espacio para el estudio, así como también biblioteca. Aquí era donde la institutriz impartía sus clases. Enseñaba lengua, caligrafía, francés, dibujo, música, labores y economía doméstica. Además, entre sus competencias podía incluirse la enseñanza de la normativa social, aunque de esto solían ocuparse las madres de familia. La institutriz establecía la disciplina, a veces muy rígida, de acuerdo con los padres, y convivía con sus alumnos de la mañana a la noche, por lo que su influencia podía ser muy importante. La relación afectiva entre la institutriz y sus alumnos podía determinar la buena marcha de la educación de éstos.
LA ROPA DE LA INSTITUTRIZ
El atuendo de una institutriz debía ser un modelo de pulcritud y sencillez, que reflejara, por tanto, los rasgos de carácter y el comportamiento que se esperaba de su persona. En general, para sus actividades diarias solía vestir de negro o de colores muy discretos, como el marrón o el gris, que se complementaban con detalles un poco más alegres como cuellos blancos, cintillos de los que colgaba un medallón, broches y algunos bordados. Naturalmente, en sus días libres optaba por modelos más acordes con sus gustos personales, que solían seguir los dictados de la moda. Usaba también capas con capucha y amplios chales. De igual modo, se exigía a la institutriz sencillez en el peinado, por lo que el más habitual era un sencillo moño recogido en la nuca, adornado quizá con pequeñas peinetas. En realidad, esta sobriedad en el atuendo se debía no sólo a la posición subordinada de las institutrices en la familia, sino también al hecho de que se trataba de muchachas jóvenes, a veces muy bellas, a las que se les exigía "afearse" para no resultar un peligro para los miembros masculinos de la familia.
LOS BROCHES
En el siglo XIX los broches eran una de las joyas preferidas por las damas. En Inglaterra eran muy populares los broches y colgantes con miniaturas de esmaltes, pues se trataba de joyas sentimentales e intimistas, muy propias del gusto victoriano. Solían ir rodeados de marcos de oro, con finos trabajos de orfebrería y en las escenas que en ellos se representaban se contaban retratos, motivos florales, paisajes y escenas de todo tipo. El broche era una de los pocas joyas que podía permitirse llevar una institutriz, obligada como estaba a vestir discretamente por su posición subalterna en el seno de la familia. En general se colocaban cerrando el vestido, junto al cuello de encaje o de piqué blanco.
Entre los chales más en boga en la Europa victoriana estaban los confeccionados con cachemira, una fibra de lana natural que comenzó a fabricarse en el siglo XVIII a imitación de los que los comerciantes ingleses traían de sus viajes, procedentes de la región india del mismo nombre. De colores vivos y brillantes, el rasgo más distintivo del estampado de la cachemira es la "buta", un motivo en forma de hoja alargada.
Gracias por compartir tu conocimiento!
ResponderEliminarEste artículo es maravilloso
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