Al contrario que sus hermanos varones, pocas niñas de buena familia de la era victoriana iban al colegio; en general, eran educadas por sus niñeras primero y por institutrices después en la propia casa paterna, hasta que la madre tomaba a su cargo la puesta a punto de la hija para que se presentara en sociedad: es decir, que se disponía a educarla con vistas a un matrimonio. Algunas muchachas, hijas de personas progresistas que creían en la educación, acudían, no obstante, a escuelas selectas, y podían completar luego sus estudios en el extranjero, sobre todo en Alemania, en unas casas llamadas Damenstift y que eran el equivalente a los internados para señoritas.
Desde luego, las chiquillas aprendían a leer y escribir e incluso se fomentaba su amor por la lectura; pero los libros a los que podían acceder se vigilaban estrictamente. Pero no se trataba de dar a las futuras jóvenes una verdadera cultura, sino un barniz que les permitiera brillar en sociedad. En las veladas familiares de las clases medias y altas victorianas era normal que la madre o una de las hijas mayores, al final de la tarde, leyeran para los demás, en voz alta, historias y cuentos. Hasta tal punto se hizo imprescindible esta práctica de final de jornada que algunos de los mejores escritores de la época, como Oscar Wilde o Dickens, escribieron para los niños obras tan hermosas como El príncipe feliz o Canción de Navidad, respectivamente. Nacieron cuentos tan maravillosos como Peter Pan y Alicia en el país de las maravillas, personajes que han llegado intactos, en todo su encanto y esplendor literario, hasta nuestros días.
Los cuentos populares educaban con gran eficacia acerca de los problemas humanos, para los que trataban de proponer las soluciones más adecuadas, y sobre todo transmitían el mensaje victoriano por excelencia: cualquiera que sea la dificultad que se presente en esta vida, una persona debe enfrentarse a ella para vencerla con tesón y valentía, con la certeza de que si lo hace, triunfará. En realidad, este enfoque hacía que las superprotegidas niñas de aquella época vivieran inmersas en un mundo enormemente irreal, lo que desde luego distaba mucho de prepararlas para afrontar las desgracias, pues, por añadidura, en estos cuentos el bien siempre triunfaba sobre el mal.
CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
- EL LAZO ZAPATERO: era uno de los adornos del peinado preferidos por las adolescentes; grande y vistoso, era cuadrado y se hacía con cintas de rica seda o de satén.
- CHINZ Y ENCAJE: muchos de estos trajes eran confeccionados con chinz, un tejido ligeramente brillante, suave y dúctil, muy buscado en la Inglaterra victoriana. Los encajes solían aplicarse a los trajes infantiles, a los que conferían gran encanto.
- EL TRAJE CORTO: las niñas vestían trajes cortos mientras eran colegialas, lo que podía prolongarse hasta los catorce años de edad. En general, las faldas bajaban hasta los tobillos hacia los 16 años y sólo al convertirse en mayores de edad (es decir, tras la puesta de largo) podían vestir trajes hasta el suelo.
- VESTUARIO PROPIO: hasta bien entrado el siglo XIX, las niñas vestían exactamente igual que sus madres: aros, miriñaques, chaquetas ceñidas y capotas formaban parte de su vestuario. Evidentemente, entre las niñas ricas y pobres las distinciones en el vestir eran enormes y llevaban siglos bien establecidas. A mediados de la centuria se pusieron de moda los trajecitos de marinero, azul marino en invierno y blancos en verano; además, las niñas vestían trajes de tartán escocés con enaguas y corpiños ceñidos. Hubo que esperar hasta el siglo XX para que las muchachas pudiesen tener un vestuario más higiénico y sobre todo, propio, sin nada que ver con el de las mujeres adultas. Se eliminaron los encañonados y los almidonados y se buscaron formas amplias y libres de sujeciones artificiales.
- SOMBREROS Y TOCADOS: las niñas victorianas usaban gorritos de punto de media y de ganchillo, de encaje y de géneros finos con entredoses de bolillos, bordados y encañonados. A juego con la ropa de calle, podían tener distintas capotas y sombreros de paja; además, se adornaban el tocado con peinetas y cintas. En el siglo XIX se pusieron de moda las moñas o carambas, que procedían del siglo anterior y que consistían en un lazo o escarapela hecho con cintas de terciopelo y de seda. Las niñas de aquella época incluso dormían con una cofia de batista fina, al igual que sus madres.
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