lunes, 14 de abril de 2014

El jardinero

Aunque en los palacios y mansiones aristocráticas del mundo entero el espacio destinado a jardín ha recibido siempre una gran atención por parte de los arquitectos, la época victoriana es el tiempo en el que se desarrolla la más extraordinaria pasión por los jardines, grandes o pequeños, públicos o privados. En Gran Bretaña sobre todo, la jardinería se convierte en el "hobby" nacional, mientras que la figura del jardinero profesional adquiere predominancia en el elenco del servicio de las grandes casas.
La imagen de un jardín distintivo de la época victoriana podría pertenecer por igual a un espacio privado o a uno público, pues lo que lo caracteriza es una estética, un aire sentimental y romántico que crea una naturaleza aparentemente salvaje, pero en la cual todo se halla calculado para conseguir tal efecto. Nada es casual; todo responde a una gran planificación y cada detalle está en el lugar preciso, respondiendo a la forma y función adecuadas. En las ciudades se construían verdaderos parques, grandes y estructuralmente complejos, con inmensos arriates rodeados de caminos enarenados por los que paseaban, majestuosos, caballeros y damas en sus carruajes.

En las grandes mansiones, este espacio se reproducía a una escala menor y con gran elegancia. Típica de los jardines señoriales era la ausencia de espacios vacíos; Así, para cada estación se buscaba plantar las especies más adecuadas. El jardín inglés se organizaba en macizos de flores rodeados de setos de laurel o de tejo, que en algunos puntos alternaban con prados de césped, manto vegetal que se cuidaba hasta la exageración. Aquí y allá se alzaban grandes árboles, que en otoño se teñían de tonalidades doradas y rojas.

Todo ello requería mucho trabajo. En las grandes casas, el jardinero mayor era el director de todo un equipo de profesionales; como el resto del personal, éstos se incorporaban al servicio, a veces cuando eran aún niños, como aprendices y ascendían lentamente en la escala profesional. Naturalmente, era un trabajo destinado únicamente a los hombres; pero las damas victorianas tenían la jardinería por el más adecuado de los pasatiempos, motivo por el cual las amas de casa y sus jardineros, las unas aficionadas y los otros profesionales, solían mantener grandes diferencias sobre lo que era o no era necesario hacer en los jardines y las especies que debían plantarse en cada estación. Las señoras victorianas, pese a todo, solían tener grandes conocimientos de jardinería y en muchos pueblos del campo inglés eran habituales los concursos en los que se premiaba la calidad o el tamaño de las especies cultivadas, con las que, con ocasión de las fiestas locales, se realizaban exposiciones o festivales benéficos.


EL INVERNADERO
El jardín de invierno era un indicativo del nivel social de una familia, pues sólo una gran casa, propiedad de personas distinguidas y de alto nivel adquisitivo podía mantener uno de estos refinadísimos espacios. Solía estar instalado en una construcción especial adosada a la casa que, por lo demás, se comunicaba con el salón; en su interior se cultivaban toda clase de flores exóticas, desde las orquídeas a la flor ave del paraíso y frutas propias de países cálidos, como uvas o melocotones. En efecto, en la segunda mitad del siglo XIX, tras la exploración de las tierras sudafricanas, llegaron a Gran bretaña una insólita cantidad de especies, desde el geranio a la clivia o el lirio del impala, que los jardineros ingleses adaptaron a sus propios espacios. En las viviendas urbanas, donde era imposible mantener este tipo de instalaciones, se redujeron a miradores acristalados en los que se instalaban, al abrigo del frío, las más hermosas plantas de interior, otra de las aficiones de la época.


ESPACIOS RESERVADOS
En los jardines victorianos y junto a las amplias avenidas destinadas a la circulación de carruajes, no faltaban caminos recoletos y rincones ocultos para pasear a pie, decorados con frondosos arriates y concebidos para favorecer la intimidad, sobre todo la de los enamorados. Las estatuas clásicas, así como los grandes jarrones de piedra de estilo Renacimiento, las mesas y toda clase de asientos, formaban parte de la decoración de los jardines victorianos. Los materiales más utilizados eran la piedra, el mármol y, con la Revolución Industrial, el hierro forjado.



CUESTIÓN DE INDUMENTARIA

  • EL CHALECO: la necesidad de disponer de libertad de movimientos hizo del chaleco sin mangas una de las prendas básicas del atuendo del jardinero victoriano.

  • LA BOLSA DE LAS HERRAMIENTAS: en el enorme delantal que protegía de la tierra y la suciedad todo el frontal del traje del jardinero destaca una amplia bolsa central, destinada a contener las herramientas más útiles como, por ejemplo, las tijeras de podar.

  • EL SOMBRERO DE FIELTRO: protegerse del sol era una prioridad para el jardinero; el sombrero de fieltro de estilo centroeuropeo es, por su comodidad y resistencia, la mejor prenda para tal función.


domingo, 13 de abril de 2014

La sufragista

A partir de mediados del siglo XIX, las mujeres tomaron las calles y los espacios públicos de las ciudades europeas, hasta entonces espacios exclusivamente masculinos, a fin de dar a conocer sus reivindicaciones. Al principio se trataba de temas menores como el derecho a vestirse como los hombres; pero pronto aparecieron las corrientes de opinión ligadas a la petición de libertades públicas para la mujer, en especial el derecho al voto. Así cristalizaron los movimientos feministas por el sufragio en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.


El movimiento feminista nació de la incorporación de miles de mujeres al mundo de las fábricas en la época de la Revolución Industrial, que provocó una gran ruptura en el seno de las familias. En efecto, la mujer obrera no sólo atendía a su casa y a su esposo e hijos, sino que se veía obligada en razón de la pobreza reinante a trabajar más de catorce horas diarias en las fábricas por un salario mucho menor que el de los hombres. De ahí surgió la necesidad de una lucha de carácter social en la que se planteara una contestación al predominio de los valores masculinos. Asimismo, de la declaración de Derechos Humanos que se habiá puesto a punto a finales del siglo XVIII, durante la Revolución Francesa se extrajo la necesidad de luchar por la igualdad social, política y jurídica entre hombres y mujeres.

En aquellos tiempos, la mujer se hallaba indefensa ante la ley, incluso la mujer casada a la que se consideraba menor de edad. No sólo le estaba prohibido votar, sino que su marido tenía pleno derecho sobre la administración y disfrute de sus propiedades y la patria potestad exclusiva de sus hijos. Los primeros movimientos socialistas, denominados utópicos, que surgieron en gran Bretaña y Francia, denunciaron el sometimiento de la mujer y abogaron por la igualdad civil. En América, muchas asociaciones religiosas acogieron favorablemente el movimiento feminista pero en Europa, la escuela para la lucha de las mujeres fue la fábrica en la que trabajaban.

A mediados del siglo XIX, a estas reivindicaciones se añadió la del derecho a estudiar y a recibir educación universitaria, pues la calificación profesional se veía como instrumento de liberación mediante la promoción social y la independencia económica de la mujer. Las mujeres sufragistas tomaban las calles en desfiles organizados portando estandartes y bandas reivindicativas con el objeto de dar a conocer sus peticiones. En estas pancartas aparecían los nombres de grandes feministas como Florence Nightingale, Charlotte Brönte, Mary Wollstonecraft... Pero a finales del siglo el eje de la lucha femenina se centró en el derecho al voto, al que se oponían ferozmente estamentos y colectivos como los médicos, los profesores universitarios o los sindicatos. En América, sin embargo, las mujeres pudieron votar en 1920 y ocho años después lo hacían en Gran Bretaña.


CUESTIÓN DE INDUMENTARIA

  • EL CORPIÑO ALTO: el traje de la sufragista era sobrio y poco femenino. Las blusas eran de cuello alto y las chaquetas ceñidas para favorecer la libertad de movimientos.


  • LA FALDA ESTRECHA: la moda de finales del siglo XIX redujo drásticamente el volumen de las faldas de las damas, lo que particularmente encajaba con las sufragistas, que adoptaron ese cómodo corte. También los chaquetones se confeccionaban ya con menor vuelo.


  • EL SOMBRERITO: las damas sufragistas consideraban incómodas las grandes pamelas, pero acudían a las manifestaciones con pequeños sombreros adornados con velos y plumas o d estilo canotier, como los de los hombres.

  • LA ROPA DEPORTIVA: el vestido femenino cambió radicalmente a finales del siglo XIX, cuando se desencadenó una verdadera fiebre por los deportes como el ciclismo, el tenis o la vela. Lo mismo sucedió con la ropa para automovilistas; el polvo de las carreteras sin asfaltar y el humo de los tubos de escape obligaron a las mujeres a protegerse el cuerpo con largos guardapolvos y el rostro y los cabellos, con sombreros y velos. El abrigo modelo "loden" se puso de moda para deportes de montaña al ser impermeable, suave y ligero, y el modelo cómodo, con un canesú y pliegues por la espalda.
  • LOS ZAPATOS CON CORDONES: las mujeres progresistas optaban siempre por un modo de vestir cómodo, no sólo en lo referente a los trajes y complementos, sino también al calzado de calle. Según la época del año, optaban por zapatos o botines con cordones, que sujetaban bien el pie y eran mucho más cómodos de calzar que los que se abrochaban con corchetes o botones. Hasta 1880, los zapatos izquierdo y derecho eran iguales. Los modelos Oxford, Derby y Richelieu eran zapatos masculinos bajos y con cordones, que a partir de principios del siglo XX utilizaron también las mujeres.

La cocinera

Durante el siglo XIX, la cocinera se convirtió en uno de los miembros del servicio más valorados por la buena sociedad. Las grandes familias se disputaban a las grandes cocineras, así como a los chefs más famosos e incluso tenían la costumbre de "prestárselos" a las amistades para las grandes ocasiones. Cuando un banquete era digno de alabanza, la señora de la casa llamaba a la cocinera al comedor para ser felicitada por los allí presentes.


Aunque pertenecientes a lo más selecto del servicio doméstico victoriano, la cocinera y sus ayudantes llevaban una vida realmente dura. Su primera tarea matinal consistía en bombear el agua del depósito; luego cargaban la leña para las cocinas y las chimeneas de la casa, que otros criados se encargaban de llevar en su lugar. Enseguida y mientras se preparaba el desayuno y el agua caliente para el baño de los señores, el personal de la cocina desayunaba. No tardaba en ser requerida por la señora de la casa para discutir los menús de la jornada; a media mañana comenzaba los preparativos para el almuerzo, que en la época se servía alrededor de las dos de la tarde. La cocinera y sus ayudantes hacían también la comida y la cena para el resto del servicio. Todos comían juntos al terminar los señores y lo mismo sucedía a la hora de la cena, que en circunstancias normales, terminaba hacia las once de la noche. Pero al personal de la cocina todavía le quedaba tarea: antes de acostarse debían dejar la vajilla fregada y guardada y los fogones, relucientes.

Una parte muy importante de las responsabilidades de la cocinera era hacer la compra, cosa de la que era preciso ocuparse cada día, pues en la época victoriana no se contaba con refrigeradores. Aprovechar al máximo los alimentos era igualmente responsabilidad suya, pues tenía que rendir cuentas al céntimo de todo lo que gastaba y de cómo empleaba los alimentos y sobras de las comidas. Sin embargo, si la cocinera era hábil, podía sacarse un pequeño sobresueldo vendiendo los tarros de grasa usada o algún ave que se hubiera quedado en la despensa sin desplumar.

La literatura victoriana se refiere con frecuencia al respeto con el que las señoras se dirigían a su cocinera, pues era "vox populi" que, si estaba de mal humor, sería incapaz de sacar un buen "soufflé" o se le podía cortar fácilmente la delicada salsa holandesa. Quizá por eso, las cocineras victorianas solían disponer de ciertos privilegios, como un rato de descanso antes de comenzar a preparar el menú del mediodía o tomar el té con sus amigas en la propia cocina, antes de iniciar los preparativos de la cena... El que la cocinera recibiese a sus amigas y compañeras en la cocina era considerado como uno de sus derechos.

CUESTIÓN DE INDUMENTARIA  

  • LA COFIA: a partir del siglo XIX, es imposible concebir una cocinera sin la cofia de fina batista, siempre inmaculadamente limpia y en forma de bolsa, recogiéndole los cabellos.



  • LOS MANGUITOS: para proteger las mangas del roce inevitable con las mesas y bancos de trabajo, las cocineras llevaban siempre manguitos, más fáciles de cambiar y lavar que los pesados vestidos victorianos.

  • EL DELANTAL DE BATISTA: los delantales de las cocineras eran siempre muy amplios y con un peto muy grande a fin de preservar el vestido de las manchas del aceite y del trajín de la cocina. Tenían anchos tirantes cruzados a la espalda e iban atados con enormes lazos; a veces, cuando se celebraban banquetes, estos delantales se cambiaban por otros adornados con encajes.

 

  • EL UNIFORME DE LA COCINERA: una cocinera victoriana vestía siempre de negro o gris en invierno y de listas azules o granate combinadas con blanco en verano. Pero si servía en una casa realmente importante podía disponer de una gran variedad de uniformes y complementos. Para salir, cambiaba la cofia por un sombrero, pues aunque éste no era en absoluto tan lujoso como los de las mujeres a las que servía, los miembros superiores del servicio solían imitar a sus amos en prácticamente todo, y también en el vestir, hasta donde les era posible. No tenían la misma suerte las ayudantes de cocina, mozas en las que recaían los servicios más desagradables como deshollinar las chimeneas de la cocina, desplumar las aves y fregar los fogones y el suelo. Las chicas vestían con telas bastas, gorros de cruzadillo blancos y grandes delantales de fuerte tela.


  • LOS COMPLEMENTOS DE GALA: en los días de gala se incorporaban a los sobrios uniformes de las cocineras cuellos, puños y manguitos ribeteados de encaje o adornados con bordados para dignificarlos y darles variedad; lo mismo sucedía con los delantales, que se cambiaban por otros confeccionados con jaretas y encajes aplicados. Para uso diario, todos estos complementos se realizaban con telas más bastas, capaces de soportar los frecuentes lavados con el áspero jabón que se gastaba en aquellos tiempos.

viernes, 11 de abril de 2014

La colegiala

Los padres victorianos optaron por dos enfoques en la educación de sus hijos: o les ofrecían narraciones con duras moralejas para que aprendieran a comportarse en la vida o les ocultaban la cara más áspera de la realidad. Y esto último era especialmente cierto en el caso de las niñas, a las que trataban de preservar de las desventuras. Para ello tenían que explicarles con todo lujo de detalles la diferencia entre el bien y el mal; la religión y la literatura, por tanto, se hallaban en la base de la educación de las colegialas victorianas.


Al contrario que sus hermanos varones, pocas niñas de buena familia de la era victoriana iban al colegio; en general, eran educadas por sus niñeras primero y por institutrices después en la propia casa paterna, hasta que la madre tomaba a su cargo la puesta a punto de la hija para que se presentara en sociedad: es decir, que se disponía a educarla con vistas a un matrimonio. Algunas muchachas, hijas de personas progresistas que creían en la educación, acudían, no obstante, a escuelas selectas, y podían completar luego sus estudios en el extranjero, sobre todo en Alemania, en unas casas llamadas Damenstift y que eran el equivalente a los internados para señoritas.

Desde luego, las chiquillas aprendían a leer y escribir e incluso se fomentaba su amor por la lectura; pero los libros a los que podían acceder se vigilaban estrictamente. Pero no se trataba de dar a las futuras jóvenes una verdadera cultura, sino un barniz que les permitiera brillar en sociedad. En las veladas familiares de las clases medias y altas victorianas era normal que la madre o una de las hijas mayores, al final de la tarde, leyeran para los demás, en voz alta, historias y cuentos. Hasta tal punto se hizo imprescindible esta práctica de final de jornada que algunos de los mejores escritores de la época, como Oscar Wilde o Dickens, escribieron para los niños obras tan hermosas como El príncipe feliz o Canción de Navidad, respectivamente. Nacieron cuentos tan maravillosos como Peter Pan y Alicia en el país de las maravillas, personajes que han llegado intactos, en todo su encanto y esplendor literario, hasta nuestros días.

Los cuentos populares educaban con gran eficacia acerca de los problemas humanos, para los que trataban de proponer las soluciones más adecuadas, y sobre todo transmitían el mensaje victoriano por excelencia: cualquiera que sea la dificultad que se presente en esta vida, una persona debe enfrentarse a ella para vencerla con tesón y valentía, con la certeza de que si lo hace, triunfará. En realidad, este enfoque hacía que las superprotegidas niñas de aquella época vivieran inmersas en un mundo enormemente irreal, lo que desde luego distaba mucho de prepararlas para afrontar las desgracias, pues, por añadidura, en estos cuentos el bien siempre triunfaba sobre el mal.

CUESTIÓN DE INDUMENTARIA

  • EL LAZO ZAPATERO: era uno de los adornos del peinado preferidos por las adolescentes; grande y vistoso, era cuadrado y se hacía con cintas de rica seda o de satén.


  • CHINZ Y ENCAJE: muchos de estos trajes eran confeccionados con chinz, un tejido ligeramente brillante, suave y dúctil, muy buscado en la Inglaterra victoriana. Los encajes solían aplicarse a los trajes infantiles, a los que conferían gran encanto. 


  • EL TRAJE CORTO: las niñas vestían trajes cortos mientras eran colegialas, lo que podía prolongarse hasta los catorce años de edad. En general, las faldas bajaban hasta los tobillos hacia los 16 años y sólo al convertirse en mayores de edad (es decir, tras la puesta de largo) podían vestir trajes hasta el suelo.

  • VESTUARIO PROPIO: hasta bien entrado el siglo XIX, las niñas vestían exactamente igual que sus madres: aros, miriñaques, chaquetas ceñidas y capotas formaban parte de su vestuario. Evidentemente, entre las niñas ricas y pobres las distinciones en el vestir eran enormes y llevaban siglos bien establecidas. A mediados de la centuria se pusieron de moda los trajecitos de marinero, azul marino en invierno y blancos en verano; además, las niñas vestían trajes de tartán escocés con enaguas y corpiños ceñidos. Hubo que esperar hasta el siglo XX para que las muchachas pudiesen tener un vestuario más higiénico y sobre todo, propio, sin nada que ver con el de las mujeres adultas. Se eliminaron los encañonados y los almidonados y se buscaron formas amplias y libres de sujeciones artificiales. 

  • SOMBREROS Y TOCADOS: las niñas victorianas usaban gorritos de punto de media y de ganchillo, de encaje y de géneros finos con entredoses de bolillos, bordados y encañonados. A juego con la ropa de calle, podían tener distintas capotas y sombreros de paja; además, se adornaban el tocado con peinetas y cintas. En el siglo XIX se pusieron de moda las moñas o carambas, que procedían del siglo anterior y que consistían en un lazo o escarapela hecho con cintas de terciopelo y de seda. Las niñas de aquella época incluso dormían con una cofia de batista fina, al igual que sus madres. 

El ama de llaves


En las grandes casas victorianas, el ama de llaves ostentaba el máximo rango en el conjunto del servicio doméstico. Ocupaba el lugar de la señora de la casa, dirigía a los criados y gobernaba la vida doméstica de la familia. Era una profesional importante, ya que podía llegar a dirigir hasta doscientos sirvientes. El ama de llaves, al igual que el mayordomo, disfrutaba de ciertos privilegios, como un dormitorio y una sala de estar propios, que se amueblaban con piezas de buena calidad que los señores dejaban fuera de uso.


El ama de llaves fue una figura imprescindible para el buen funcionamiento de las grandes casas victorianas. No era fácil alcanzar esta posición: las jóvenes pasaban por años de aprendizaje en un servicio enormemente jerarquizado, que comenzaba cuando la jovencita entraba a servir como tercera doncella. Pero para medrar en este duro escalafón no le bastaba con limpiar bien o quitar el polvo a conciencia; debía cultivar sus modales, leer y tener convicciones morales al menos tan firmes como las de sus amos. La fidelidad debía ser, por lo demás, una de sus mayores virtudes. Así pues, el ama de llaves, como el mayordomo, era como un trasunto de sus señores, de los que imitaba la escala de valores y el comportamiento en la vida. 

La primera tarea del ama de llaves al comenzar el día era someter a su señora el desarrollo del trabajo de la jornada; si se esperaban invitados, el asunto podía revestir gran importancia, y entonces ambas se reunían con la cocinera. El ama de llaves controlaba a los servidores de la casa y proponía a los nuevos, a los que vigilaba con gran cuidado cuando entraban a su servicio. Nada se hacía sin que ella lo supervisara; por ejemplo, cuando había que hacer las camas, el ama de llaves abría los armarios y entregaba a las doncellas estrictamente lo que necesitaban: ni una almohada más, ni una toalla menos. Sólo ella podía abrir los armarios y las alacenas o decidir la puesta en marcha de la limpieza de primavera, cuando los pesados cortinajes se descolgaban para limpiarse y las camas se vestían de algodón tras guardarse los espesos edredones de plumón. 

En las estancias dedicadas exclusivamente al servicio doméstico, los numerosos sirvientes contaban con un espacio de reposo y ocio. Tal espacio solía situarse junto a las cocinas, en la planta baja y posterior de la casa o bien en las buhardillas, zona donde era habitual que se encontrasen los dormitorios del servicio. Allí, el ama de llaves y el mayordomo se reunían con los sirvientes más jóvenes, a los que se dirigían y prestaban consejo como si de sus padres se tratara.


CUESTIÓN DE INDUMENTARIA   
  • CUELLOS Y PUÑOS DE ENCAJE: estos complementos animaban la severidad del vestido del ama de llaves. Se prolongaban en una vistosa pechera en la que brillaba un broche circular y una cadena enjoyada.
  • EL CINTURÓN: de tela o de cuero, el cinturón servía para colgar la châtelaine de la que colgaban los manojos de llaves, así como la bolsa de las limosnas y el pañuelo.
  1. Victorian Chatelaine w/ Unisex Tools
  • EL VESTIDO: el traje del ama de llaves era cómodo y práctico; se abría de arriba abajo por la espalda, siendo de lana en invierno y de algodón en verano pero siempre negro. Su origen es el deshabillé o robe de chambre francés y se adornaba con encajes y bordados. Las cofias y las manteletas blancas se hicieron habituales a partir de 1870.
  • LOS ADORNOS DEL VESTIDO: los vestidos del ama de llaves eran sobrios y un tanto severos, por lo que solían adornarlos con cuellos de encaje, esclavinas y canesús. El canesú era una prenda suelta, una especie de capita corta o cuello de encaje grande con caídas que se confeccionaba con géneros transparentes, que las mujeres acostumbraban a llevar para cubrir sus escotes. Era frecuente que fuera lo bastante grande como para cruzarse por delante y anudarse en la parte trasera de la cintura.

  • LA COFIA: la palabra cofia aludía a una gran variedad de gorras y tocados para recoger el cabello. Podía ser un gorro de lino o de hilo de Holanda que se adornaba con entredoses, encajes y pasacintas y que se anudaba bajo la barbilla con unas cintas de seda. Otro tipo de cofia era la papalina, que tenía caídas laterales sueltas y que llevaban en el siglo XIX las señoras incluso para recibir visitas en su casa.
  • LA CHÂTELAINE: era una cadena o anilla de metal que las amas de llaves llevaban prendida del cinturón y de la que pendían las llaves de las distintas dependencias de la casa, de las que estas mujeres eran las máximas responsables. Había châtelaines muy sencillas; pero las que las amas de llaves de las grandes casas llevaban eran auténticas joyas: oro con medallones de esmalte y reloj, oro con camafeos, plata labrada...