miércoles, 25 de junio de 2014

El mayordomo

El mayordomo era el personaje principal del servicio de una casa victoriana, después del ama de llaves o en parangón con ésta. Era preciso que fuera una persona educada y de modales perfectos, por lo que era complicado encontrar profesionales de primera fila. Por eso, este tipo de servidores solían pasar de una a otra casa provistos de referencias, sin las cuales nadie los hubiera contratado; aunque en muchas ocasiones envejecían con la familia.

Para un caballero tener mayordomo era el principal signo de estatus social, pues sólo las grandes casa podían permitírselo. El mayordomo hacía funcionar la enorme maquinaria de la casa y a veces no sólo en el aspecto doméstico. En efecto, en las grandes propiedades el mayordomo se encargaba también de la relación del amo con los colonos o arrendatarios de sus tierras. Era la mano derecha de su señor.

Para llegar a ser mayordomo había que ejercitar un aprendizaje que duraba años, a veces décadas. En las grandes mansiones, algunas de las cuales tenían hasta cien habitaciones, existía el primer, segundo y tercer mayordomo, escalafón inmensamente riguroso que los sirvientes jamás se saltaban, pues eran muy celosos de su rango.

El mayordomo se encargaba de numerosísimas tareas. Por la mañana revisaba la casa, subía el periódico y el correo a su señor, se reunía con la cocinera y el ama de llaves para distribuir el trabajo del día, se cuidaba de que las luces estuvieran encendidas y provistas de combustible, mantenía la calefacción en marcha, recibía a las visitas, etc. Era deber suyo, asimismo, atender la mesa a la hora de las comidas y coordinar el resto del servicio, pues la cocinera sólo aparecía en el comedor al final de la comida si los señores consideraban que su trabajo merecía ser elogiado.

Cuando los señores daban una fiesta, el mayordomo se encargaba de que todo funcionara a la perfección. Era también el hombre de confianza del amo en el cuidado y control de la bodega: los vinos jamás se dejaban en manos de la cocinera.

LOS UNIFORMES DE SERVICIO EN LAS GRANDES CASAS
Algunos miembros del servicio de las grandes casas victorianas iban uniformados con los colores heráldicos de la familia. Estos uniformes distintivos eran la librea y el traje de los pajes. La librea era el conjunto formado por una chaqueta larga y un chaleco y se llevaba con calzón corto y medias; era el traje de mayordomos, lacayos y cocheros. Los pajes eran muchachos jóvenes cuyo estatus estaba un poco por encima del de los criados; vestían una chaqueta corta hasta la cintura con triple hilera de botones y pantalones con una franja roja a los costados.

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El mayordomo desciende la impresionante escalera de Carlton House, la residencia londinense del príncipe regente, situada en St. James Park y propiedad de la Corona británica.
LA ETIQUETA DEL SERVICIO EN LA MESA
La estructura del servicio victoriano reflejaba los mismos conceptos de jerarquía y respeto que regían la vida de los señores. Así pues, en la mesa ocupaban las cabeceras los miembros del servicio de mayor categoría y los demás se sentaban correspondiendo a un determinado orden.

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CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • LA CORBATA DE LAZO: era más práctica que la de plastrón y se convirtió en característica del uniforme del servicio masculino en las mansiones victorianas.
  • EL CHALECO A RAYAS: esta pieza era obligatoria en el uniforme de diario de los mayordomos, que la cambiaban por otra negra o de un color liso en las ocasiones de gala.
  • EL TRAJE: los hombres que se dedicaban al servicio doméstico solían ocupar la cumbre de la jerarquía y sus ropas eran de paño de lana de muy buena calidad. Su adquisición corría siempre a cargo de los señores de la casa, pues el aspecto del servicio decía mucho de la manera como una señora llevaba su casa.
  • LOS ZAPATOS: el calzado de un mayordomo tenía que estar siempre limpio y brillante como el de un militar. Los zapatos eran de cuero fuerte, capaz de soportar sin deteriorarse las largas jornadas de trabajo.

La dama

En la Europa victoriana ser una "dama" era la obligación de toda mujer y no era cuestión de dinero sino de modales. La mujer victoriana debía ser asimismo madre perfecta y esposa sumisa, ir siempre bien vestida, cuidar de su casa y de sus hijos y atender todas las necesidades de su esposo.

                                                   

Toda la vida de la niña y luego de la adolescente de la época victoriana se orientaba hacia un solo objetivo: hacer de ella una buena esposa y madre y ponerla en situación de manejar una casa con muchos sirvientes. Debía hacer frente a una intensa vida social propia de la época, sin que por ello la mujer adquiriera especial relevancia. En ningún caso podía trabajar; es más, se decía por aquel entonces que una dama se reconocía por sus manos finas y cuidadas.

Por lo demás, una dama victoriana debía estar bien educada. Aunque no se soportaba a las mujeres cultas (si lo eran, debían ocultarlo), era necesario que supieran algo de música, leer y escribir y conocer lo bastante la literatura del momento y las novedades culturales como para poder mantener una conversación social. No obstante, sus lecturas eran cuidadosamente supervisadas primero por su padre y luego por su esposo. Debía saber coser y bordar y, a pesar de que una dama no realizaba trabajos domésticos, debía conocerlos para poder dirigir su casa.

Como madre, la mujer victoriana cuidaba hasta el menor detalle en la educación de sus hijos pero las damas de buena posición disponían de niñera cuando los niños eran pequeños y de institutrices y preceptores que los educaran al hacerse mayores.

 
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Las damas de la buena sociedad victoriana se regían por un código de buenas maneras sumamente rígido y formalista, que debían poner en práctica tanto en público como en privado


BOLSOS, GUANTES Y ABANICOS
A finales de la época victoriana, los complementos se habían convertido en imprescindibles en el atuendo de una dama elegante. Y no sólo se trataba de joyas, aderezos para el pelo, prendedores o pieles; los auténticos protagonistas fueron los abanicos, los bolsos, los zapatos y las sombrillas. Para las noches de gala se llevaban unos bolsitos llamados "ridículos", preciosamente bordados en seda o terciopelo. Guantes y zapatos iban a juego con el traje y solían estar realizados en finísimo tafilete o en raso; los tacones eran siempre bajos y cómodos.

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LAS JOYAS DE FIN DE SIGLO
Hacia finales del siglo XIX hubo una fuerte reacción contra las recargadas joyas victorianas. Las damas comenzaron a adornarse con hermosas piezas inspiradas en la naturaleza y en formas vegetales y animales, como flores y libélulas, hechas de rubíes, diamantes y zafiros.

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Gargantillas en croissant y solitario, ambos de brillantes


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Este anillo reproduce una mariquita

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Flor hecha con rubíes tallados en cabujón


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Fantástico brillante "alado" en forma de pera


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Libélula de esmeraldas y brillantes engastados

CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • EL SOMBRERO: ninguna dama salía de casa sin sombrero o sin un tocado. Era signo de estatus social y su forma variaba según la moda y el vestido al que complementaba.
  • LAS MANGAS ABULLONADAS: este tipo de mangas se impuso en los atuendos de gala hacia 1870. Eran realmente vistosas; realzaban la figura y afinaban la silueta. 
  • LA FALDA: hasta los primeros años del siglo XX las faldas de las damas fueron amplias y vistosas. En 1859 se pusieron de moda los volantes, que podían ser numerosos y que se adornaban con cintas, bordados, pasamanerías, pedrerías y abalorios de todas las clases.
  • LA CRINOLINA: para sostener las faldas amplias y darles volumen se usaba una crinolina, que era un armazón de aros de acero sujetos con cintas y volantes. En la cintura se fijaban a un incomodísimo corsé.


La criada

En las mansiones victorianas convivían un respetable número de criadas, algunas de las cuales comenzaban el servicio a los doce años. Entre ellas existía una jerarquía que se reflejaba en su atuendo. El puesto más elevado lo ocupaba la primera doncella, siempre al servicio personal de la señora. Estaba de moda que estas chicas fueran francesas, pues se suponía que entendían mucho de moda y asuntos de belleza; vestían un pulcro uniforme y delantales con encajes.

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El número de sirvientes y la categoría del personal del servicio de una casa victoriana dependía de la posición social de la familia, pues tener muchos criados era uno de los signos más visibles de un buen nivel de vida y posición social. Cuando disponía de mayordomo, doncella, criada, cocinera y niñera para sus hijos, una esposa podía liberarse de la rutina doméstica y llevar una vida ociosa y de representación social.

Para servir de doncellas en una gran casa se elegían chicas educadas y que supieran leer y escribir. A veces procedían de un hospicio y pasaban la vida en casa de los señores, que las tutelaban hasta el momento de su matrimonio. Pero carecían de vida privada, pues no tenían casa propia ni espacio para la intimidad, por lo que era habitual que muchas se quedaran solteras. Así pues, vivían recluidas en las dependencias del servicio, pero disponían de un día libre para salir.

Las muchachas compartían con los otros criados la antecocina o la sala para la servidumbre, así como las habitaciones, pues sólo el personal de servicio que ocupaba la escala social más alta, como el mayordomo o el ama de llaves, podía disponer de habitación privada. Los dormitorios de las sirvientas estaban situados en las buhardillas de las casas.

Los puestos más bajos de las servidumbre los ocupaban las mozas, encargadas de los trabajos más duros como acarrear el carbón y el agua, limpiar los fogones o desinfectar los sótanos de la casa. Entre sus innumerables obligaciones se contaban despabilar las velas y cambiar el aceite de los quinqués. Debían comportarse muy bien y cuidar mucho sus modales si querían permanecer con una misma familia y ascender en su oficio.

LOS COMPLEMENTOS DE GALA
Los puños y los cuellos de encaje, que se confeccionaban a juego, podían ser lisos o almidonados o ir adornados con profusión de puntillas y encajes. Los más sencillos eran de batista o de popelín, tejidos buenos y no muy caros que solían adornarse con vainicas y jaretas. Cuellos y puños debían estar siempre muy limpios, sobre todo porque destacaban en el traje negro que llevaban las sirvientas y amas de llaves; por eso se quitaban del vestido para ser lavados con frecuencia.
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Los cuellos rizados con encaje eran muy populares
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Los puños se confeccionaban a juego con el cuello
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Pero a diario se usaban cuellos de tela sencilla
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Las vainicas se aplicaban como adorno

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El delantal podía ser una verdadera obra de arte del bordado

LAS COFIAS
Durante muchos siglos la palabra "cofia" había designado tanto a la red que sujetaba el cabello como a un gorro de lino, velo o cualquier otra tela fina que se ataba bajo la barbilla. En el siglo XV el mismo vocablo aludía a un tocado femenino en concreto, el que se confeccionaba con lino y recibía diferentes nombres: capelo, capillejo, escofión o garvín. Para las chicas de servicio su uso era obligatorio; comenzaron a no prescindir de ella en ningún caso por razones de higiene, sobre todo si se trataba de muchachas que servían en la cocina, pero más tarde la emplearon para dar imagen de respetabilidad. Cuando tenían que realizar trabajos sucios, la cambiaban por una pañoleta.

                                         
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CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • LA COFIA: se usaba como signo de respetabilidad, sobre todo en las jóvenes; era blanca y solía ir adornada con encajes y cintas.
  • EL CUELLO DE ENCAJE: a juego con la cofia, el cuello de encaje era el toque elegante del traje de la sirvienta. Se llevaba con ropa de todo tipo de colores.
  • EL VESTIDO: los vestidos de las chicas de servicio eran cómodos y prácticos para que facilitaran su trabajo. Las faldas eran de mucho vuelo, lo que conseguían con refajos y enaguas.
  • EL DELANTAL: casi siempre era blanco y más o menos lujoso según la ocasión; los días de fiesta o para servir una mesa de gala se usaban delantales de batista adornados con encajes.

viernes, 20 de junio de 2014

La joven romántica

En el tránsito de la niñez a la adolescencia se producía entre las jovencitas un cambio de gustos e intereses. Confinadas a los salones de sus casas, con una vida social limitada a lo que sus madres decidieran, las jóvenes románticas de la época victoriana se pasaban la vida anhelando situaciones a las que no podían llegar y cosas cuya posesión les estaba vedada. Así, buscaban una libertad ficticia en los libros y en sus sueños más íntimos.

En las primeras décadas del siglo XIX tomó cuerpo un prototipo femenino que se difundió con enorme éxito, sobre todo entre la clase burguesa: la figura de la adolescente definida como "mirlo blanco". Siempre vestida de colores puros, candorosa y virginal, este tipo de jovencita constituía la tranquilizadora imagen de la futura madre y esposa modelo que tanto amaban los hombres victorianos.

La educación de las jóvenes de la época se regía por un increíble número de prohibiciones, la mayor de las cuales era la de expresar sus sentimientos y deseos; por tanto, las chicas se refugiaban en la soledad o en la compañía de sus más íntimas amigas y se dedicaban a soñar. De hecho, las conductas amorosas de la época victoriana estaban fuertemente influidas por las doctrinas literarias del amor cortés y, hacia finales del siglo XIX, por las corrientes románticas, impregnadas de melancolía y ensoñaciones.

La costumbre de los matrimonios de conveniencia generaba en las muchachas un inmenso deseo de experimentar un sentimiento amoroso franco y espontáneo. Las mujeres solían llevar un diario íntimo, según era costumbre, y producían una correspondencia extraordinariamente abundante; en estas páginas anónimas se registran las frustraciones provocadas por estos deseos y el brusco contraste con una realidad prosaica, la de sus relaciones familiares y matrimoniales. En las cartas se habla con total sinceridad de amores y deseos, y también de lecturas y de recetas de cocina, herencias y problemas familiares.

Así se definió un prototipo de joven victoriana débil, delicada y casi anémica, muy próxima a las cualidades incorpóreas de los seres angélicos. Sin embargo, tras esta máscara existía un mundo de problemas: enfermedades nerviosas, trastornos psicológicos, anemias, etc., que anunciaban una urgente necesidad de cambios en las estrategias educativas femeninas.

LIBROS PROHIBIDOS
La educación femenina de la época victoriana, decididamente orientada hacia actividades de interior, fomentó en las muchachas el gusto por las lecturas de todo tipo y muy en especial las novelas amorosas, que hacían referencia al mundo de los sentimientos. Este tema, lo que las chicas debían sentir, era algo que la sociedad victoriana pretendía tener férreamente controlado, pues en aquella época no se permitía la libre expresión de la personalidad. Las autoridades religiosas, los padres y los educadores, por lo tanto, mantenían bajo siete llaves, tras los visillos de la biblioteca familiar, innumerables libros, sobre todo los que pudieran informar a las chicas en materia sexual. Sin embargo, ellas disponían de sus propios recursos y una de las diversiones de las muchachas y sus amigas era precisamente violentar los deseos y las previsiones de los padres en lo que se refería a las lecturas. 

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LA ESTRATEGIA DE LA BELLEZA
La otra cara de la espiritualidad de la que las jóvenes románticas de la época hacían gala era una búsqueda incesante de una apariencia exterior acorde con la idea que cada muchacha tenía de sí misma. Las chicas victorianas adoraban aparentar y basaban muchas de sus estrategias de conquista en la elección de sus atuendos. La posesión de objetos bellos constituía una de las principales actividades de las chicas, pues rodearse de cosas superfluas significaba también anunciar la posición social, otra de las bazas importantes ante un posible matrimonio. Los padres aceptaban muchos gastos para alimentar el ego de sus hijas y sus posibilidades sociales, pero a veces no les podían hacer frente y se veían obligados a endeudarse, a la espera de que un buen matrimonio de la muchacha les permitiera resarcirse de sus deudas.

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CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • TIRABUZONES: era el peinado juvenil por excelencia. Se llevaban sueltos sobre los hombros, recogidos en cascada en la parte posterior de la cabeza o a ambos lados de la cara cuando las chicas se tocaban con una capota.
  • EL ABANICO: elemento fundamental del lenguaje amoroso, toda joven poseía una verdadera colección de abanicos a juego con sus trajes para coquetear con los galanes en teatros, paseos y bailes.
  • LOS ADORNOS FLORALES: la moda romántica de finales del siglo XIX requería el empleo de adornos florales, realizados a mano con cintas de satén y seda. Las flores, además de los encajes, eran los elementos más apropiados para los trajes de las jovencitas.

El joven soltero

No hay duda de que el personaje privilegiado de las no menos privilegiadas clases altas victorianas era el joven soltero. Antes de meterse de lleno en las obligaciones a las que su clase lo llamaba, mientras era estudiante, se pasaba la vida entre el placer y la diversión sin mayores ocupaciones. En general, los padres consideraban que era bueno que "viviera su vida", pues eso contribuía a su madurez. Los jóvenes solteros se dedicaban al deporte, acudían al club, un verdadero recinto sagrado y por las noches frecuentaban los teatros y las casas de placer en busca de emociones fuertes.

Un chico de buena familia dejaba atrás la infancia cuando terminaba sus estudios, primero con su preceptor y, hacia finales de siglo, en su colegio de enseñanza primaria, para luego pasar a colegios como Eton y más tarde, a las universidades: era imprescindible que las famosas instituciones inglesas, Oxford y Cabridge en especial, figurasen en el currículo de un joven si tenía alguna pretensión dirigida hacia la vida pública de la sociedad victoriana.

En la formación de un caballero, sin embargo, contaban muchos factores y no sólo el relativo a su nivel académico. Ante todo, se educaba para cumplir su papel en la sociedad; debía dominar todo un protocolo de relación con sus mayores y, especialmente, con las jóvenes de buena familia, entre las que encontraría a su futura esposa. El trato con las chicas estaba presidido por la represión, pues la dejación de las convenciones podía traer el deshonor a la familia de la joven y abocar a la pareja a un matrimonio forzado.

Mientras los chicos estudiaban, los padres les pasaban una asignación que les permitía llevar una vida conforme a su rango. La diversión y el placer quedaban implícitos en la vida de un universitario de la época. El deporte formaba parte de su educación; en Oxford y en Cambridge se practicaba por igual. Predominaban por aquel entonces el remo, con las famosas regatas sobre el Támesis, el boxeo, inventado en Gran Bretaña a principios del siglo XVIII y que ya desde entonces contaba con grandes adeptos entre los jóvenes y el polo, deporte de origen indio que los ingleses habían adoptado como propio en su estancia como potencia ocupante del gran país asiático. Así pues, el deporte favorecía también el tipo de sociedades específicamente masculinas tan características de la época.

Las actividades deportivas de los jóvenes revolucionaron la moda masculina. Comenzaron a llevarse las chaquetas cortas en lugar de las largas levitas y, para los pantalones y los abrigos, se eligieron aquellos tejidos de muestra en los que los fabricantes ingleses eran maestros: tweed, rayadillos, cuadros de todo tipo, cheviot, etc. No obstante, seguían las tradiciones en los atuendos de gala, como chaqués de ceremonia, esmóquines para la noche y sombreros de copa. Hacia finales del siglo XIX, el aspecto físico y el cuidado personal se habían convertido en elementos fundamentales de la vida masculina.

VIDA GALANTE
Los jóvenes solteros y ricos de la época victoriana (en lo que seguían el ejemplo de sus padres) solían llevar una doble vida: una de seriedad y decoro destinada a cubrir las apariencias y otra más privada en la que se relacionaban con prostitutas y actrices o, como se decía entonces, con "demi-mondaines". Estas señoritas en nada recordaban al ideal victoriano de mujer: eran atrevidas y divertidas y vestían con trajes alegres y colores chillones, mientras que su conducta era lo más alejada posible de las convenciones sociales del momento. Las madres victorianas consideraban que estaba bien que un joven "corriera mundo" antes de dedicarse de lleno, con el matrimonio, a su papel de miembro rector de la sociedad.

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INTERIORES MASCULINOS
La estética victoriana asociaba sobriedad con virilidad; así pues, en la decoración de los espacios privados, así como en la moda, esta exigencia predominaba e influía en la elección de los revestimientos murales, los muebles, las tapicerías y los cuadros. Las salas de billar, las bibliotecas, los gabinetes y los dormitorios se revestían de elementos que escapaban a toda ostentación; pero además estos espacios funcionaban como propios y privados de los hombres, tanto en sus viviendas como en la institución británica por excelencia: el club. En las salas de billar privadas se reunían grupos de amigos para pasar la velada lejos de la presencia femenina, pues así podían dejar de lado una etiqueta a la que ellas los obligaban. También se sentían libres de conversar sin cuidar su lenguaje o el tema de sus conversaciones. Fuera de su casa, los hombres se reunían en clubes en los que las mujeres no tenían entrada; la mayor parte de estas instituciones se regían por normas específicas, que hacían que los socios de cada club fuesen gente muy afín en cuanto a costumbres y objetivos.

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CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • CUELLOS BAJOS: la moda juvenil de finales de siglo rebajó la incomodísima altura del cuello de la camisa de la década de 1890; las pajaritas comenzaron a venderse ya confeccionadas y se llevaban a tono con la chaqueta.
  • EL CINTURÓN: los jóvenes que vestían de sport prescindían del chaleco, con lo que los cinturones de piel comenzaron a adquirir protagonismo. A ello contribuyó la moda de las chaquetas cortas y con una sola fila de botones.
  • TEJIDOS INGLESES: la juventud inglesa  de finales del XIX fue la responsable de la difusión de los tejidos sport, tan característicos de la producción local como las patas de gallo, los tweed y los cheviot. Los pantalones se llevaban rectos y caídos sobre el calzado y no estrechos como los de la generación anterior.

miércoles, 18 de junio de 2014

La dama elegante

A lo largo de todo el siglo XIX las publicaciones de moda femenina se hicieron muy numerosas, sobre todo en París y más tarde también en Londres. En ellas se puede seguir con todo detalle la evolución en los gustos de la época. Las damas cuidaban mucho su apariencia física pero hasta entonces no habían tenido oportunidad de practicar lo que iba a constituir la afición más importante de las señoras victorianas: pasar la tarde de compras.

                                       

En el sistema de valores burgués de la época victoriana las apariencias tenían una importancia en verdad desmesurada. Para damas y caballeros, lo más importante era mostrarse en salones, teatros y paseos de la manera más ostentosa posible a fin de hacer patente la propia riqueza. Para los aristócratas, tal necesidad fue más acuciante aún con la aparición de fortunas ligadas no al patrimonio familiar sino al comercio o a la industria: es decir, de los nuevos ricos.

Por si fuera poco, en el siglo XIX se instalaron las primeras casas de moda en París y Londres y fue una reina, la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III de Francia, la primera que se vistió en una casa de alta costura, pues encargaba todos sus trajes al modisto Worth. Pero no era lo más frecuente; por lo general, las damas victorianas pasaban muchas horas recorriendo las tiendas para comprar tejidos, lazos, flores, tules y abalorios y con ellos se dirigían a sus modistas preferidas y creaban sus propias "toilettes".

Los fabricantes de tejidos se esmeraban en poner a disposición de sus clientas las mejores telas y los comerciantes traían de Asia tejidos exóticos y carísimas sedas para complacer la creciente demanda. Pero sólo las damas muy ricas podían resistir el esfuerzo económico que representaba un gasto semejante, pues las grandes señoras no repetían traje si podían evitarlo. También la cosmética se desarrolló enormemente, al igual que la perfumería, que tomó un gran impulso con el nacimiento de las fragancias florales, muy adecuadas para mujeres jóvenes.

La pasión por la moda llegó a alcanzar a todas las clases sociales, hasta el punto de que hacia 1770 las señoras burguesas solían quejarse de que era imposible distinguir a una criada cuando dejaba su uniforme y se vestía con ropa de calle, lo que las mortificaba muchísimo. De todas formas, no hay duda de que era una expresión exagerada, pues a estas chicas les costaba mucho esfuerzo y ahorro disponer incluso de un único traje para los días de fiesta.

CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • LOS ENCAJES: la época victoriana fue la era dorada de los encajes; se aplicaban en las blusas, en las capas, en los trajes y en la ropa interior, pero eran especialmente lujosos en los vestidos de tarde y de baile.
  • EL POLISÓN: más discreto, sustituyó a la crinolina hacia mediados del siglo XIX. Era un complemento duro e incomodísimo; pero por fin se inventó uno plegable, que se recogía cuando la dama se sentaba y luego volvía a desplegarse.
  • LA COLA: al montarse el polisón, quedaba en la parte trasera del vestido una gran cantidad de tela recogida, por lo cual empezaron a ponerse de moda las colas, tanto para trajes de fiesta como de día. La cola era elegante y refinada y a veces se le añadían encajes y lazadas.


LA MODA DE 1840
Las características de la moda en este periodo eran la cintura marcada y las mangas o muy ceñidas o acampanadas a partir del codo. El vestido era de una sola pieza y solía ir abrochado en la espaldacon corchetes y ojales; más tarde, a partir de 1845, se impuso una moda más práctica y la falda y el cuerpo de los vestidos se confeccionaban por separado. Para la calle estaban de moda las chaquetas cortas, que se llevaban ajustadas al cuerpo y se abrochaban de arriba abajo. La dama de la imagen luce un traje propio del momento, hecho con tartán de seda y encajes. Se toca con una capota que se sujeta bajo la barbilla con cintas de satén.

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CRINOLINAS: 1856
A mediados del siglo XIX se impuso la moda de la jaula crinolina, es decir, la enagua circular con aros, que a veces alcanzaba dimensiones extraordinarias. Estos aros se hacían con acero flexible para que no pesaran en exceso y, aparte de ir cosidos a una enagua, también solían ir colgados unos de otros con cintas. Debajo de la crinolina, las damas llevaban pantalones largos que se ataban a los tobillos con una lazada. Hacia 1860 las faldas eran tan grandes que dos mujeres no podían sentarse juntas en el mismo sofá. El vestido de fiesta que lleva la dama de la imagen, realizado en 1856, es de tul, con volantes encañonados.

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HACIA 1860
Cuando parecía que la crinolina iba a alcanzar un tamaño fuera de toda lógica, desapareció para reducirse a un postizo, una especie de almohada de crin de caballo que se colocaba por la parte de atrás del vestido, con lo que quedaba suelta una gran cantidad de tela que formaba una cola. En 1860, la cola se recogía en el llamado polisón, que implicaba una cinturita de avispa; para conseguirla, las damas llevaban un larguísimo y apretado corsé. Como este adminículo complicaba los abrigos y las chaquetas, se pusieron de moda los chales a juego con el vestido. Las capotas dejaron paso a los sombreros, muy pequeños. Hacia 1870, el polisón se redujo en tamaño y se fabricó con alambres, modelos ligeros que aliviaron la incomodidad de las señoras.

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LA DÉCADA DE 1890
Los años 1890 trajeron consigo la desaparición del polisón y las faldas recogidas con pliegues y colas. Los vestidos se cortaban al bies y las faldas, que quedaban por ello acampanadas, se ajustaban cómodamente a las caderas.Fue la época dorada de las blusas de encaje, que se pusieron de moda tanto para diario como para los trajes de tarde; las damas llevaban cuellos altos sujetos con finas varillas parecidas a las de un corsé. Las niñas victorianas usaban gorritos de punto de media y de ganchillo, de encaje y de géneros finos con entredoses de bolillos, bordados y encañonados. A juego con la ropa de calle, las damas tenían diferentes capotas y sombreros de paja; además, se adornaban el peinado con peinetas y cintas. En el siglo XIX se puderon de moda las moñas o carambas, recuperadas del siglo anterior y que consistían en un lazo o escarapela hecho con cintas de terciopelo y de seda. Las niñas de aquella época incluso dormían con una cofia de batista fina, al igual que sus madres.

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Los abuelos

Las familias victorianas guardaban un enorme respeto a las personas mayores y era costumbre que en una misma casa conviviesen dos y hasta tres generaciones. Los abuelos intervenían en las decisiones generales y eran escuchados con atención, pues se consideraba que la experiencia que la edad otorgaba tenía un gran valor. Eran también consultados en cuestiones como los matrimonios de sus nietos y los intereses económicos familiares. Los abuelos eran auténticos patriarcas y las abuelas disfrutaban de una autoridad que como madres les había estado negada.

Los abuelos eran una verdadera institución en todas las familias. De hecho, y puesto que se creía que la edad y experiencia eran un grado, la sociedad tenía a las personas de edad como las garantes de la moral y las buenas costumbres y se recurría a ellas para dirimir disputas y solucionar conflictos. Era costumbre que las familias vivieran juntas en la misma casa, por lo que abuelos y nietos podían desarrollar una relación tan íntima y afectuosa como la que tenían con sus padres. En cuanto a los hijos, sabían que tenían que ocuparse de sus padres cuando llegaban a la ancianidad y cumplían esta obligación con amor y eficiencia.

Como sucede todavía hoy, los abuelos llevaban a sus nietos de paseo, les leían cuentos, les ayudaban con sus tareas domésticas y escolares y procuraban, en caso de choque con los padres, que las cosas no pasaran a mayores. Pero no les mimaban; por el contrario, en caso de mal comportamiento podían mostrarse extraordinariamente duros, pues creían firmemente en el valor pedagógico de la disciplina, en la que por lo demás, ellos mismos se habían educado.

DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN
El ámbito que las mujeres del siglo XIX podían dominar con su presencia era muy reducido, pues se limitaba a los asuntos domésticos, a las decisiones acerca del matrimonio de sus hijas y al cuidado de las personas mayores. Sabían que nacer mujer en la época victoriana era ser un individuo en desventaja, de modo que la conciencia de estas limitaciones creaba grandes complicidades entre las mujeres de la misma familia. Las consignas y ayudas necesarias para superar los obstáculos cotidianos se transmitían de generación en generación al mismo tiempo que las instrucciones para hacer, por ejemplo, un asado, o para llevar una casa o tratar al servicio. Madres, hijas y nietas compartían tristezas y alegrías, iban juntas a la modista, organizaban las fiestas familiares básicas, como bautizos y bodas y velaban en armonía a sus difuntos.

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UN FAMOSO ABUELO
En la literatura de la era victoriana hay un famoso abuelo, lord Fauntleroy, paradigma tanto del personaje como del momento histórico: es uno de los protagonistas de El pequeño lord Fauntleroy, la novela de Frances Hodgson Burnett. En 1880, en Brooklyn, Nueva York, vive un niño, Cedric o Ceddie, huérfano de un lord inglés que contrajo matrimonio por amor con una joven norteamericana. Al morir el padre, el abuelo del niño, lord Fauntleroy, le envía a buscar para que viva con él en Inglaterra, pues quiere educar por sí mismo a su heredero. Pero la madre no puede acompañar a su hijo, pues el anciano, un victoriano duro
de carácter y aferrado a los prejuicios sociales, nunca aceptó el matrimonio de su hijo con una americana. La madre se resigna a la situación para asegurar la herencia de su hijo. El pequeño lord Fauntleroy, sin embargo, nada sabe de egoísmos; es un chico amable y cortés que con su generoso carácter y bondad se ganará poco a poco el afecto del abuelo, que al fin permite que madre e hijo se reúnan bajo su techo.

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CUESTIÓN DE INDUMENTARIA
  • EL BONETE: este tipo de sombrerito que se llevaba en la coronilla y del que colgaban cintas y lazos, era el preferido por las señoras mayores desde que la reina Victoria lo puso de moda. Los más lujosos se confeccionaban con encajes.
  • LA CORBATA DE PLASTRÓN: a los caballeros les encantaba este tipo de corbata de seda, que se sujetaba con un alfiler de oro rematado con una perla o una perla preciosa.
  • COLORES OSCUROS: al hacerse mayores, tanto las damas como los caballeros optaban por los colores oscuros para sus atuendos, pues se consideraban los más discretos y adecuados.